Es curioso
cómo tendemos a hacer estacional todo lo que nos rodea, cómo asociamos los
objetos a cada momento o a una época determinada. Está claro, por ejemplo, que
hay ropa de verano o de inverno en tanto abriga o resulta más fresca pero ¿por
qué asociamos los colores a una u otra estacón? ¿Por qué la viveza del naranja
tiene que acompañar a un día soleado y lo guardamos al llegar el tiempo umbrío,
en vez de dejarle alegrar los días más oscuros?
Ahora llega la
Navidad y las calles se ven inundadas de reclamos coloridos y luminosos, gentío
desordenado y trampas para niños curiosos y padres incautos. La Navidad es,
sobre todo (y dejando a un lado el aspecto religioso, el poco que le queda ya),
una fiesta para los más pequeños. Por eso, las pantallas de cine se ven
invadidas por aventuras mágicas y aleccionadoras y los escaparates de las
librerías se pueblan de cuentos infantiles y cualquier otro título que,
relacionado con las festividades, pueda venderse bien.
También la
televisión toma el mismo rumbo y, en medio de los numerosos programas
especiales, se reponen, año tras año, las mismas películas. Sólo que ya no son
las mismas. Cuando era niña (y no tan niña) disfruté, Navidad tras Navidad y en
diferentes versiones, con las peripecias de las hermanas March. Mi mente,
siempre tan caótica, grabó el recuerdo de la admirable Jo con la imagen de
Katharine Hepburn y el de Amy con una deslumbrante Elizabeth Taylor. Así de
caprichosa soy. “Mujercitas” era un clásico navideño igual que “Qué bello es
vivir”, incombustibles durante décadas.
En los últimos
años hemos cambiado las películas aunque no la costumbre de reponerlas. Ahora,
en cuanto la iluminación de las calles y la batuta de los centros comerciales
inauguran oficialmente la temporada, volvemos a encontrar títulos como “Love
Actually” o “The Holiday” (¿se les acabó el presupuesto en traductores, por
cierto?), para entrar en ambiente. Definitivamente, somos animales de
costumbres.
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