lunes, 9 de febrero de 2015

Sobre los beneficios del frío... o no

Por estas coincidencias que la vida te trae, al sistema de calefacción y agua caliente de mi edificio le ha dado por romperse pasado fin de semana, sí, este que parece haber sido el más frío del invierno (y quizá de unos cuantos más). Friolera como soy, no es extraño verme aterida unos nueve meses al año, más o menos, pero encontrar al costalero tiritando es algo bastante infrecuente. Definitivamente, era el fin de semana de sofá, manta y horno por excelencia.

Dicen que las duchas frías son recomendables porque despiertan y estimulan. No lo voy a negar pero no son para mí, gracias. Con practicarlas cuando no me queda otro remedio ya tengo suficiente. Supongo que con “estimulación” se refieren a la motriz, porque ponerme bajo un chorro de agua helada solo me motiva a dar saltitos mientras me mojo para aclararme el jabón o a corretear, una vez fuera, bien envuelta en la toalla. La estimulación mental, en mi caso, se queda reducida al tamaño de un grano de escarcha: sólo soy capaz de pensar en cómo diablos me calentaré.

También está la cuestión sobre los efectos conservadores del frío. Los frigoríficos son estupendos para ralentizar la degeneración de los alimentos, pero no estoy por la labor de meterme a dormir en uno como si fuera un vampiro polar. Si me degenero me da igual; de eso trata la vida, al fin y al cabo, de crecer y decaer sucesivamente. Lo de la criogenización está por demostrar, así que, mientras tanto, me remito al antiguo lema de Adolfo Domínguez: la arruga es bella.

Podría pensarse que el frío promueve, de algún modo, la cultura cuando te acurrucas en el sillón, arrebujadita en tu manta de pelo, con una bebida caliente al lado y un libro entre las manos… o, lo que es más habitual, frente a la tele encendida. Y entonces recuerdas la frase Groucho Marx sobre televisión y cultura*. Con tanto frío, no hay ganas de levantarse y mucho menos de salir de casa, pero es fácil defenderse de esa Circe tras la pantalla con buena música en los auriculares y el libro, sí, ese que no falte.

Cierto es que el fin de semana es muy largo para pasarlo atrincherado y el cuerpo pide aire fresco. Sientes ganas de contestarle como al niño que discurre jugar en el alféizar de la ventana: ¡quieto ahí! Cedes, sin embargo, porque la necesidad de respirar es inevitable, y cuando pones el pie en la acera y tu nariz recibe ese soplo de aire fresco, fresquísimo, gélido a rabiar… ¿Valiente? No, temeraria. En ese momento más que en ningún otro, te reprochas lo loca que estás.

El frío será beneficioso, no lo voy a discutir, pero tampoco generalicemos. Desde luego, no es mi caso. A mí, dadme una estufa, una chaqueta de lana gorda y una taza de té humeante. Así pertrechada no me importa el frío, casi lo agradezco, porque ofrece la mejor excusa para un rato placentero.




*”La televisión ha hecho maravillas por mi cultura. En cuanto alguien enciende un televisor, voy a la biblioteca y leo un libro”. Todo un ejemplo a seguir.

lunes, 2 de febrero de 2015

Los escritores hablan: El espejo roto de las palabras

Esta sensación de manejar fragmentos, de intentar recomponerlos y conseguir una imagen completa… esta sensación que cosquillea, que escuece hasta doler. Así lo expresa Natalia Ginzburg:

«Cuando he escrito novelas, siempre he tenido la sensación de encontrarme en las manos con añicos de espejo, y sin embargo conservaba la esperanza de acabar por recomponer el espejo entero. No lo logré nunca y, a medida que he seguido escribiendo, más se ha ido alejando la esperanza. Esta vez, ya desde el principio no esperaba nada. El espejo estaba roto y sabía que pegar los fragmentos era imposible. Que nunca iba a alcanzar el don de tener ante mí un espejo entero.»


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