Por estas coincidencias que la vida te trae, al sistema de
calefacción y agua caliente de mi edificio le ha dado por romperse pasado fin
de semana, sí, este que parece haber sido el más frío del invierno (y quizá de
unos cuantos más). Friolera como soy, no es extraño verme aterida unos nueve
meses al año, más o menos, pero encontrar al costalero tiritando es algo
bastante infrecuente. Definitivamente, era el fin de semana de sofá, manta y
horno por excelencia.
Dicen que las duchas frías son recomendables porque
despiertan y estimulan. No lo voy a negar pero no son para mí, gracias. Con
practicarlas cuando no me queda otro remedio ya tengo suficiente. Supongo que
con “estimulación” se refieren a la motriz, porque ponerme bajo un chorro de
agua helada solo me motiva a dar saltitos mientras me mojo para aclararme el
jabón o a corretear, una vez fuera, bien envuelta en la toalla. La estimulación
mental, en mi caso, se queda reducida al tamaño de un grano de escarcha: sólo
soy capaz de pensar en cómo diablos me calentaré.
También está la cuestión sobre los efectos conservadores del
frío. Los frigoríficos son estupendos para ralentizar la degeneración de los
alimentos, pero no estoy por la labor de meterme a dormir en uno como si fuera
un vampiro polar. Si me degenero me da igual; de eso trata la vida, al fin y al
cabo, de crecer y decaer sucesivamente. Lo de la criogenización está por
demostrar, así que, mientras tanto, me remito al antiguo lema de Adolfo
Domínguez: la arruga es bella.
Podría pensarse que el frío promueve, de algún modo, la
cultura cuando te acurrucas en el sillón, arrebujadita en tu manta de pelo, con
una bebida caliente al lado y un libro entre las manos… o, lo que es más
habitual, frente a la tele encendida. Y entonces recuerdas la frase Groucho
Marx sobre televisión y cultura*. Con tanto frío, no hay ganas de levantarse y
mucho menos de salir de casa, pero es fácil defenderse de esa Circe tras la
pantalla con buena música en los auriculares y el libro, sí, ese que no falte.
Cierto es que el fin de semana es muy largo para pasarlo
atrincherado y el cuerpo pide aire fresco. Sientes ganas de contestarle como al
niño que discurre jugar en el alféizar de la ventana: ¡quieto ahí! Cedes, sin
embargo, porque la necesidad de respirar es inevitable, y cuando pones el pie
en la acera y tu nariz recibe ese soplo de aire fresco, fresquísimo, gélido a
rabiar… ¿Valiente? No, temeraria. En ese momento más que en ningún otro, te
reprochas lo loca que estás.
El frío será beneficioso, no lo voy a discutir, pero tampoco
generalicemos. Desde luego, no es mi caso. A mí, dadme una estufa, una chaqueta
de lana gorda y una taza de té humeante. Así pertrechada no me importa el frío,
casi lo agradezco, porque ofrece la mejor excusa para un rato placentero.
*”La televisión ha
hecho maravillas por mi cultura. En cuanto alguien enciende un televisor, voy a
la biblioteca y leo un libro”. Todo
un ejemplo a seguir.